Federico tiene 28 estudiantes en su clase de Lógica. Un día entregó a cada uno de ellos una hoja con el texto de lo que algunos inmediatamente reconocieron como el comienzo de Cien años de soledad, la novela clásica de Gabriel García Márquez, y en seguida les dijo: «Cada uno de vosotros debe escoger y subrayar cualquiera de las 28 palabras de la primera oración (la que termina en hielo») de la novela de García Márquez y contar el número de sus letras, siete si escoges por ejemplo, la palabra «pelotón». A continuación, cuenta ese número de palabras a partir de la que le sigue y nuevamente subrayas y cuentas las letras de la palabra a la que hayas llegado (siete palabras después de «pelotón» aparece la palabra «bahía», que tiene cinco letras). Este proceso de contar letras, avanzar un número igual de palabras lo seguís hasta llegar a la última palabra que encontréis antes de salir del texto reproducido. Al final todos tendréis el mismo texto, pero diferentes palabras subrayadas. Yo entonces pasaré por la mesa de cada uno de vosotros y sin que me lo mostréis y sin preguntaros nada adivinaré cuál fue la última palabra que cada uno subrayó».
A continuación Federico repartió la hoja con el texto anunciado y todos procedieron a seguir sus instrucciones:
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia.»
Al cabo de un rato Federico pasó por la mesa de cada uno de sus estudiantes y en todo los casos pudo adivinar la última palabra subrayada.
¿Podrías explicar qué hizo Federico para adivinar en todos los casos la última palabra subrayada?
¡Qué maravilla!
Aunque en realidad con cualquier texto acaba pasando lo mismo.
Dicha última palabra subrayada, por cierto, y salvo error, es la preposición «de» presente en la última línea, justo antes de la última palabra, «Macedonia».
Pues debe haber un error Yolanda, pero, por mi parte, no lo encuentro después de haber repasado el texto varias veces.
Spider, ¿tal vez entonces la última palabra sea «maravilla»? Es que lo he vuelto a repasar ahora y me ha salido esa palabra en un par de ocasiones…
Así es Yolanda, (aquí hay un pulgar invisible hacia arriba) 😉
Tienes razón, Mmonchi, acaba pasando con cualquier texto… A no ser que el texto sea escrito a propósito para que no pase, como el siguiente:
«Ayer martes compré un bistec de vaca en la gran carnicería de debajo de mi casa, pero no me arrepiento para nada de ello, pues la vaca ya estaba muerta cuando lo compré. Al llegar de la carnicería decidí congelar el bistec para deglutirlo otra semana distinta, pero el congelador no funcionaba nada bien, entonces decidí triturarlo para formar tres hamburguesas de poco tamaño, pero gran saborcillo. De esta manera pasé la calurosa mañana de agosto en la ciudad.»
*Ya sé que no tiene mucho sentido, pero no es fácil escribir solamente con palabras pares